Elogio a la delincuencia de extranjeros
Para Senay, Yildiz, Zeynep, Hamdi y Ruide
Cuando se tiene una tienda de abarrotes se lleva una responsabilidad considerable para con la colonia. Y no tanto por los alimentos que uno venda – que deban estar frescos y tener sabor, que los bebés no caigan muertos de su sillita luego de consumirlos, etc., etc... Mucho más importante es el hecho de que estas tiendas administradas casi siempre por no-alemanes, representan un oasis en el silencioso mundo de los puestos de salchichas al curry y la monotonía de los supermercados. Esta es la razón por la cual los Özcan, con su puesto de frutas, verduras y pollo, atraen clientes a más de diez cuadras a la redonda. Si bien en la misma esquina hay además otros 4 abarroteros de tierras extrañas, pero tras el mostrador se encuentran intachables beatos, barbones y con cara de reprobación, esperando la entrada al paraíso. Y como a los alemanes les inquieta enormemente que otras gentes posean una aura tan negativa como ellos (los extranjeros deben tamborilear, hacer fiestas y tener algo que ofrecer, gastronómicamente hablando), el vecino educado, ya sea verde-ecologista o liberal, prefiere ir con los Özcan. Porque ahí impera el encanto göcmen, por decirlo de alguna manera.
Los Göcmen son trashumantes, es decir, gente que durante tres generaciones ha cambiado cuatro veces de patria, lengua materna y nacionalidad y por eso ya no saben a ciencia cierta a dónde pertenecen. En el caso de los Özcan, los padres provienen de la Macedonia albana, emigraron en los cuarentas a Turquía y décadas después probaron suerte en Alemania, con el fin de poder construirse una casa para el retiro en el mar Egeo, algo por el estilo.
Son pues apátridas o gente que ha echado raíces en muchos lugares, y que poseen un pasaporte turco, pero que al mismo tiempo hablan turco con acento y que por ser originarios del sur de los Balcanes no son muy populares entre los alemanes, porque esa gente, como todos sabemos, hacen apuestas, tienen burdeles y por si fuera poco hablan en promedio cuatro lenguas, cosa que a un representante de la cultura centroeuropea por supuesto debe parecerle sospechoso.
Si no fuera por esas pintorescas tiendas que lo hacen a uno olvidar todas estas objeciones...
Fin de la pequeña introducción
Los martes en la mañana por lo general no hay mucha actividad en la tienda de los Özcan. Ya que se han acomodado frente a la tienda los montones de fruta y la señora Özcan espera a los clientes tras el mostrador de las carnes, y si el clima lo permite, Melek, en español: el angelito, se sienta con su padre a tomar el sol en la banqueta y fuma sus cigarros. En realidad Melek se la pasa todo el santo día fumando. Echa tanto humo que uno se pregunta cuándo la matará un infarto al corazón; de hecho su piel es tan pálida como la de esas deshidratadas ravergirlies que pasan arrastrándose cerca de uno con la muerte en el rostro, los lunes en la mañana después de 55 horas de pataleo, y que a los 25 ya no sirven para nada – sólo que con la pequeña diferencia que estas niñas tienen cinco días para recuperarse con su mami, después de su reventón de fin de semana, mientras que Melek, con el cigarro en la boca, tiene que cargar cajas toda la semana.
Melek estaba, pues, prendiéndose otro cigarro cuando apareció Werner. Como siempre, él se veía extremadamente jodido: con los pómulos hundidos, los poros de la piel abiertos, y entre sus tatuajes mostraba piquetes de aguja en el brazo que apenas sí podía ocultar. El clásico junkie de Kottbus que tiene deudas por todo el vecindario.
“Buenos días, Werner”, dijo Melek con sonrisa amable.
Pero Werner sólo respondió: “Mmmm.”
Rara vez se expresaba con frases coherentes. Sin perder una palabra más desapareció, arrastrando los piés, en la bodega tras la tienda.
“Tengo algo para ti”, gruñó, señalando un saco mugroso de la marina en su hombro. Aunque Melek no le agradaba en lo más mínimo una apariencia tan fachosa, lo siguió y finalmente observó cómo el corpulento junkie extendía sus tesoros frente a ella con una rapidez sorprendente: puras blusas para dama talla extragrande de color gris cenizo, caramelo y azul marino, con rayas verticales. Sólo había dos lugares en donde podrían conseguirse tales atrocidades: en el bazar de ropa usada y en las boutiques para abuelitas.
“Buena mercancía”, dijo Werner.
Sí claro, encantador”, añadió Melek, dejando resbalar la ropa por sus dedos. “Sobre todo el estampado, lo hace ver a uno tan delgado.”
El junkie no se dejó distraer.
“Lo vendes en dos días.”
“Seguro”, dijo Melek. “Al menos por pura compasión.”
“Es la moda de verano.”
Siempre era de sorprenderse cómo hacían sujetos como Werner para robarse 20 blusas de poliéster en C & A sin que les pisaran los talones centenares de empleados de seguridad.
“¿El precio?”
La minimalista manera de expresarse de Werner se contagiaba con increíble rapidez.
“Ochenta”, respondió.
“¿Por todas las blusas?”
“¿Estás loca? Por cada una...”
“Estás mal de la cabeza. Somos una tienda de alimentos, no una boutique.”
“Setenta.”
Ella negó con la cabeza.
“Te voy a dar 100 marcos y me prometes no volver otra vez con esas garras.”
Por un momento, el junkie hizo una mueca de indignación.
“Doscientos.”
“¡Te puedes largar ahora mismo!”
Aunque Melek era conocida como una negociante generosa, esto era una cuestión de principios.
Le extendió un billete de 100 marcos. Werner lo dudó medio segundo. Luego se metió el billete en la bolsa, se dirigió a la puerta sin siquiera darle la mano antes, y al salir tomó una lata de piñas del estante.
“¡No vuelvas a traerme nunca esa mugre!” Le gritaba Melek tras él.
Mientras tanto, el señor Özcan estaba sentado asoleándose en la banqueta, sonriendo.
“¿Y ahora qué preciosidades compramos esta vez?” Antes de que Melek pudiera responder un grito altisonante irrumpió de la trastienda hasta la calle. La señora Özcan salió corriendo a la calle con una expresión de asco, levantando con la mano una de las blusas.
“¡Es lo más asqueroso que he visto en mi vida!”
“Favorecen la figura”, dijo Melek.
“¡Mi hija está loca...!”
“Ya verás... se van a vender como pan caliente”, afirmó Melek.
“¡Que te castigue Alá, estúpida!”
Pero el señor Özcan calmó a su esposa:
“Ya saldrá algún tonto.”
Y de hecho tenía razón: Siempre hay idiotas de sobra.
*
Las blusas se convirtieron en parte permanente del inventario de la tienda – ahí estaban cuando se abría la puerta en las mañanas, en las tardes atenuando los rayos solares que caían sobre los aparadores, y en la noche, cuando se cerraba la tienda, seguían ahí, colgadas en el mismo lugar, almacenando el polvo que flotaba entre las hojas de parra en salmuera y la papilla de garbanzo. De manera que las blusas apenas se distinguían de algunas cortinas o de algún gobelino que uno cuelga para adorno y luego, después de algún tiempo, se olvida por completo.
No obstante, las blusas eran el tema de conversación en la primera semana. Melek se las recomendaba ampliamente a cada cliente del sexo femenino que pareciera de más de cuarenta. E incluso a veces surgía alguna discusión sobre la ya próxima moda de primavera y otoño, sobre las rayas verticales que favorecen la figura o el extraviado gusto de las verduleras albanas. Sin embargo, con el tiempo se apaciguó el asunto con las prendas de vestir. Los dos ejemplares que colgaban sobre las tacitas para el moka en el estante se hicieron cada vez más desteñidos, comenzado a apestar a carne, pan blanco y verduras. Melek, que por lo general era capaz de encajarles verdaderamente cualquier cosa a los clientes, no logró vender una sola de esas prendas. Ni siquiera a Kenny, el travesti, que se interesaba literalmente por cualquier cosa bizarra, pudo emocionar.
“Incluso como cursilería carecen de estilo”, dijo, y la señora Özcan estuvo de acuerdo de inmediato:
“Melek compra pura basura. Nos va a llevar a la ruina.”
Así que, a las cuatro semanas, todo indicaba que las blusas de C & A acabarían tarde o temprano en la basura.
Incuso Melek, de apodo egilmez, “la implacable”, desistió de seguir molestando a sus clientas con alguna información estimulante al respecto. Ya se esperaba la próxima colecta de la cruz roja, hasta que inesperadamente un día de Julio el agente Härtling se dejó ver con los Özcan.
*
Härtling era un policía bastante corpulento, es decir, pertenecía a esos elementos que, habiendo pasado los cincuenta, se habían vuelto más lentos. De esos que examinan con mirada incisiva los nombres en los timbres de las puertas del vecindario, para cuidar que no se viole el reglamento de registro de domicilio, o de los que aclaran robos de chicles y conversan con las abuelas sobre la limpieza. (“Estas jergas dejan pelusa, pero hoy en día ya a nadie le importa.” – “Cierto, no da un buen aspecto.” – “Para que quede bien, hay que darle otra pasada.” “Sí claro, pero los de la limpieza no se rebajan tanto.” – “Pues hoy en día todo tiene que ser rápido-rápido...!” – “Seguro, por donde quiera que uno mira, falta empeño ...”)
Sin embargo Härtling se había convertido en el protector de los Özcan.
"Melek, mi angelito, ¿cómo estás?"
"Excelente, Sr. Härtling."
Ella se rió, Melek es una persona exageradamente cortés, y el policía comenzó con las observaciones usuales a las que los alemanes se sienten obligados en presencia de extranjeros:
"¿Otra vez tan trabajadora, Melek? ... ustedes son gente muy trabajadora... podrían ser un buen ejemplo para muchos alemanes..."
Melek iba a darle a Härtling la bolsa acostumbrada de fruta, con la cual al revés los extranjeros creen sentirse obligados a mostrar la hospitalidad típicamente sureña, cuando la mirada de Härtling se posó precisamente en las blusas junto a la caja.
“¿Y eso?”, preguntó.
Melek conservó la calma de manera sorprendente, aunque inmediatamente le vino a la mente la palabra “encubrimiento”.
“Blusas para dama, las tenemos en oferta.”
“Tengo que verlas”, dijo Härtling.
El policía tomó una de las prendas en la mano, la miró como si quisiera examinarla y sonrió benévolo: Melek, el angelito, no la riega, Melek únicamente fuma demasiados cigarros.
“¿Dónde las consiguieron?”
La Sra. Özcan se encogió visiblemente de hombros tras la barra de las carnes.
“Una tienda de exportación nos las vendió”, respondió Melek.
“¿Y cuánto cuestan?”
“Quince marcos”, dijo Melek, “la pieza.”
El policía dio un silbido corto y se jaló el cuello pensativamente.
“Es que ando buscando un regalo para las damas allá en la calle Manfred-Richthofen.”
La calle Richthofen es un barrio muy desolado, de lo más árido de Tempelhof, donde viven jubilados y perros, ¿qué digo viven? En donde hacen crucigramas, devoran pastelitos de chocolate y llenan la banqueta de mierda.
Melek asintió, como si hubiera entendido a lo que iba el Policía.
*
El asilo de ancianos Tempelhofglück, a sólo 800 metros en línea recta de la tienda de los Özcan y sin embargo como de otra galaxia, fue la salvación. El policía Härtling, que quería darles un gusto a las señoras en su 40vo aniversario de la institución, indicó que le apartaran todas las 20 blusas para dama.
“Te vamos a dar un descuento”, dijo el Sr. Özcan, mostrando sus dientes, lo cual el policía interpretó como una sonrisa.
Se pusieron de acuerdo en que la ropa sería recogida poco antes de la fiesta, y todos quedaron contentos: Härtling, porque pensaba haber encontrado el regalo adecuado para las señoras, el Sr. Özcan, porque comenzaban a molestarle los tiliches, su esposa, por los 200 marcos de ganancia, y finalmente Melek, porque ya no soportaba las indirectas de su madre.
Sin embargo, las cosas fueron muy diferentes. A Werner lo detuvieron. En realidad sólo una redada de rutina, como cada 15 días en Kottbusser Tor. 50 cuicos, con look de gimnasio, melena a la Rigo Tovar y pantalones de gigoló de Neuköln se agarraron a los junkies que estaban sentados en las escaleras del tren elevado y en las entradas llenas de orines, de los multifamiliares vecinos. Piernas abiertas, control de identidad, nalgas separadas. Obviamente, Werner traía demasiado polvo blanco consigo, pues los guardianes del orden se decidieron bastante rápido por un cateo por “peligro inminente y zas zas.”
Los sujetos de la división de drogas eran los malos de la sección. Gente aburrida que se tragaba cualquier gesto amable y constantemente decía “ten cuidado, amigo” o “te vas a meter en una buena bronca”, porque eso les habían enseñado en la escuela para policías; es decir, en realidad no eran policías muy convincentes. Si gritaban “Alto o disparo” sonaba tan emocionante como “En los alrededores de la capital de Brandemburgo se extienden paisajes idílicos de lagos que constituyen el último refugio de raras especies de plantas y aves”; provocando poco más que una sonrisa de superioridad en los malhechores de verdad. Pero Werner era el clásico junkie de los noventas que había aventado la carrera de empleado de banco por la sola razón de que ya no lograba levantarse puntualmente a las 6.30 de la mañana – el prototipo de chavo de los multifamiliares de Rudow.
“¿Y qué tenemos aquí?” Preguntaron los cuicos de la división de drogas, cuando entraron en su departamento. En la cama había 4 Ghettoblaster completamente empacadas, pinche pregunta retórica.
Alguien con caracter habría respondido: “cayeron de un camión de carga” o “es de mi conexión privada con Taiwán”, arriesgando un golpe en los riñones. Pero Werner era un menso. Se asustó, comenzó a lloriquear y a hablar por propia cuenta. En ocho casos mencionó lugares en donde había robado la mercancía y donde la había colocado. Y al principio de la lista estaba finalmente la tienda de los Özcan.
“Ellos siempre me compran algo”, dijo Werner.
“Pues entonces vamos a echar un vistazo”, dijo uno de los policías.
*
El día de la catástrofe Melek tenía una cita con el dentista y regresó hasta las diez y media al trabajo. Dobló a la esquina justo en el momento en que los uniformados saltaban de la patrulla y se precipitaban sobre la tienda con su revestimento de plástico futurista. Melek no tuvo que reflexionar para presagiar algo malo. Siempre hay razones para preocuparse: el departamento de salubridad, la falta de seguro social, la oficina de migración, trabajadores ilegales.
Habría preferido darse la vuelta e irse a desayunar primero. Pero como los policías de inmediato se sacan de quicio cuando alguien habla peor alemán que ellos y los papás de Melek hablaban un mazacote, se sintió como quien dice obligada a intervenir. Recorrió la calle y llegó a la tienda justo cuando los policías iban a meterse penosamente entre los montones de verduras por la puerta de la tienda con sus trajes de ataque de 2.43 metros de ancho. Estas armaduras no sólo se ven ridículas sino que son sumamente imprácticas.
“¿En qué les puedo servir?” Preguntó Melek con una voz dulce como la miel y se plantó frente a los bigotones uniformados.
“¿Es Usted de aquí jovencita?”
“Por supuesto.”
Era una enorme coincidencia que Melek se había hecho esa mañana sus trencitas de Heidi y se veía aún más inocente que de costumbre. Y es que en estos casos siempre es mejor dar una impresión algo tonta y sonreír como una colegiala.
“Yo soy como quien dice la administradora”, añadió luego.
“Queremos revisar su tienda, señorita administradora”, dijo burlonamente el que estaba frente a ella.
“¿Luego de qué se trata?”
“Hay una acusación, carraspeó el jefe, “de encubrimiento.”
Melek luchó teatralmente por encontrar palabras.
“¿Encubrimiento?”
Con tales repeticiones no solo se puede fingir sorpresa, sino también ganar tiempo, mismo que tal vez sea apremiante dentro de la tienda.
“Así es. Se dice que vendieron prendas de vestir robadas.”
En realidad Melek iba a dar un discurso en el estilo de: “no lo puedo creer, pero cómo es p...!” , pero como sus graciosas trencitas a la Heidi no solo surtían efecto con los policías, sino que llamaban la atención en todo el vecindario, apareció en ese momento uno de sus innumerables admiradores.
Steffen pertenecía al tipo de estudiantes tolerantes con los extranjeros, de alrededor de los 25 que como no aguantan estar en su casa solos, todos los días compran un cuarto de Kilo de papas, dos zanahorias y una manzana, por favor, y dicen cosas como “el pop turco me gusta bastante porque es tan vital”. Härtling light, pues.
“Hola, Melek, ¿cómo estás?”
El estúpido estudiante quería conversar precisamente en este momento.
“¿No olvidé tal vez hace rato... eh..., mi mochila... por aquí?”
Los reprimidos como Steffen siempre estaban dejando algo olvidado, para poder hablar con Melek sin que se notara.
Cómo la exasperaba.
“No tengo idea.”
Se encogió de hombros, mirando confundida primero a los policías y luego a Steffen, y contempló sin poder hacer nada cómo los policías de ataque aprovechaban el momento de su distracción para empujarse junto a ella e irrumpir en la tienda.
“Creo que la dejé junto a los jitomates”, tartamudeó luego Steffen, como si no hubiera pasado nada.
“¿Qué?” La atención de Melek era para los policías, que en ese momento se dirigían a la caja.
“Mi mochila es muy importante para mí, ¿sabes?”
Ella se dejó caer en una caja de naranjas, olvidando incluso colocarse uno de sus acostumbrados cigarros. No sólo se perdía en este momento el permiso del negocio, media familia acabaría tras las rejas e Ibrahim, el empleado, sería deportado a Bulgaria.
“¿O a lo mejor la metieron?” Estos teutones realmente no estaban muy bien de la cabeza. Incluso frente a catástrofes reales, seguían contándole a uno alguna pendejada con una mochila.
“Pregúntales a los policías. Tal vez la han visto”, contestó Melek cabrona.
“Sí, de veras, gracias”, respondió ingenuamente Steffen con un movimiento de cabeza.
*
Los policías desmontaron toda la tienda, metieron mano a los estantes, revolvieron la bodega. Sin embargo, al Sr. Özcan no parecía interesarle, seguía indiferente tras el mostrador, cortando las costillas como si nada, lo que probablemente se debía a que tiempo atrás había sido miembro de uno de esas innumerables centrales de partidos comunistas turcos, de las que no se tenían precisamente buenos recuerdos, pero que a fin de cuentas le habían servido a uno para desarrollar una postura diferenciada frente a la policía.
“Un testigo la acusó de nombre”, dijo el bigotón mayor.
“Revise Usted”, respondió el Sr. Özcan, adivinando en silencio lo que podría querer decir este producto de la lengua castellana: acusar de nombre. Al contrario, su mujer puso el grito en el cielo, siempre le encantaba exaltarse – porque se hizo viejo el pan blanco, porque hay mucho sol, por los clientes, mucha lluvia, y sobre todo por la ecuanimidad de su esposo.
“Trabajamos duro, no tenemos ninguna necesidad”, dijo.
“Sí, sí, ya veremos”, respondió el bigotón en jefe, que ya sabía en lo que acabaría el asunto, cuando la chusma de los Balcanes alegan inocencia.
Una hora completa estuvieron husmeando los uniformados en refrigeradores, bodegas, cajas de frutas y en montones de verduras. Pero cuando uno de los policías finalmente tuvo la idea de que le abrieran un barril de col blanco en vinagre, terminó abruptamente la revisión.
“No lo tomen a mal”, dijo de pronto el jefe de la brigada, y Steffen, que aún seguía ahí para aterrorizar a Melek con su mochila y con observaciones como: “En el sur la gente es mucho más relajada”, frunciendo la nariz hizo la primera pregunta sensata del día:
“¿Qué es lo que apesta aquí?”
Así, los alemanes se largaron por fin con las manos vacías – sin las blusas para dama y sin mochila.
Cuando por fin estuvieron solos los Özcan, Melek, cansada, se dirigió a su padre:
“¿Cómo le hicieron?”
“¿Qué cosa?”
“Lo de las blusas.”
“¿Cuáles blusas?”
El partido habría estado orgulloso de él.
“La ropa de C & A, hombre!”
“¿C & A?”
“No te aguanto”, se lamentó ella.
*
La verdad la supo por Härtling. El amigo de las viejecitas vino en la tarde a la tienda y contó con el rostro radiante cómo se habían alegrado las pensionadas de Tempelhof.
“Tu hermano Ibrahim me ayudó a cargarlas”, contó. “Nos fuimos bien temprano. Las señoras están siempre tan cansadas en la tarde.”
“Sí, como mi abuela”, asintió Melek. Que Ibrahim no era su hermano, sino un turco ilegal de Bulgaria, era uno más de los detalles sin importancia que, en este contexto, mejor se guardaba para sí.
“Ustedes fueron mi salvación”, dijo Härtling. “A las señoras les dio tanto gusto.”
“No exagere, Sr. Härtling.”
“No, no!” Insistía el policía, y dirigiéndose al Sr. Özcan, que de nuevo estaba silencioso tras su mostrador de carne.
“Y gracias por la fruta que me dió.”
Ambos hombres se sonrieron uno al otro amistosamente. Cuando Härtling se despidió, el Sr. Özcan meneaba contento el cebollero.
“Hasta luego, Sr. Policía”, dijo en voz alta. “Regrese pronto.”
Härtling alzó la mano, respiró hondo y se dirigió a la puerta. Afuera le esperaba un mundo lleno de faltas a la moral, infracciones de estacionamiento y automobilistas desconsiderados.
“¡Qué bonitas blusas!” Murmuró. “¡Qué gente tan simpática!”