Erik, el guardia del zoológico
(Traducción de trabajo del cuento "Erik, der Zoowärter")
Finalmente había dejado de llover. Los muros manchados de Bomfim escurrían de agua y el musgo de la mampostería se había impregnado de humedad a tal grado que todo el pueblo parecía haberse teñido de azul oscuro. Junto a mí, un hombre apachurraba un mosquito sobre su brazo.
”Cuando las nubes se enredan en los Kanukus”, decía, ”no para de llover en dos semanas.” En el lugar del insecto quedó sólo una mancha de sangre con los restos negros de sus patas.
”¿Adónde vas, alemaõ?”
”A Georgetown.”
”Tong...”, repitió melancólico, para después fijar la mirada en la noche.
”¿Conoces al otro alemán?”, preguntó, esta vez en inglés.
”¿Al otro alemán?”
Lo miré sorprendido.
“ El que cuida animales. ”
”¿Cuál?”
”Uno como tú, que se vino para acá.”
Algo harto ya, lo ignoré.
”Ya déjame en paz.”
Palidecí sólo de pensar que alguien pudiera quedarse aquí. En este nido de mierda. Bomfim: buen fin, donde el cielo parecía ser de pura agua, las casas se pudrían y el aire literalmente vibraba con el ruido de las ranas. Un lugar al que sólo iban los lunáticos, los perdedores y los contrabandistas.
El triángulo donde se unen Brasil, Guyana y Venezuela, me pareció en ese entonces la última orilla del mundo. A veces se tienen ideas raras sobre el principio y el fin de un planeta redondo. El hecho es que no era precisamente cosa fácil llegar a este lugar. Desde el norte se podía llegar en un jeep del correo, cruzando las extrañas montañas venezolanas de Tepuys, que parecen a veces barcos , a veces catedrales.
Desde Manaus, en Brasil, pasaba un autobús regularmente, pero dependiendo del estado en el que se encontrara el camino, se necesitaban de dos a cinco días para el recorrido. Y el viaje definitivamente no ayudaba a quitarse uno la idea de la selva inexpugnable. Habiendo pasado la misma, se extendía a la vista una llanura desnuda, interrumpida sólo por pequeños bosques con arroyos, y en la cual se elevaban aquí y allá cerros puntiagudos – islas redondas en un mundo hecho de charcos y pantanos.
La carretera era tan mala que necesitamos casi nueve horas para los últimos 150 kilómetros. El repleto autobús se quedaba atascado cada rato en el lodo, las tuercas de las llantas se aflojaron y éstas comenzaron a oscilar. Sin embargo el chofer daba la impresión de que todo esto era de lo más normal. Una y otra vez se arremangaba cuidadosamente su uniforme, casi en un gesto de pedantería, y se metía hasta los tobillos al lodo, para apretar los tornillos. Era como un héroe amazónico de piel clara, casi rubio.
Llegamos a Bonfim al caer la noche. Me dirigí a la única pensión, un hotelucho miserable donde las sábanas se sentían tiesas. Me dejé caer en una silla de plástico junto a la puerta, observando a los mosquitos que empezaban a inyectarme en la sangre el virus de la malaria, hasta que después de un rato apareció el contrabandista de la Guayana, se sentó junto a mí y comenzó a contarme esa estúpida historia.
De un chavo rubio que había tenido problemas en la frontera, regresó a Boa Vista y finalmente acabó aquí. Un extranjero que iba a cuidar los animales de un zoológico. Un alemán perdido en el fin del mundo.
* * * * *
Nos encontramos a Erik, el guardia del zoológico, a la mañana siguiente en Lethem, en la rivera del río que daba al territorio de Guayana. No era difícil encontrarse a alguien en el camino aquí. El pueblo contaba con 30 chozas a lo más y uno que otro edificio victoriano de madera. Así que ahí estaba él, de pronto, a mitad del camino. Se veía maltrecho, la ropa vieja, el pelo no muy largo pero revuelto, la piel demasiado oscura para un europeo y la mirada impávida de un niño.
”You european?”
Debía tener ya un buen tiempo aquí.
”Sou alemão, sim”, respondí. Era parte de la pose del viajero siempre hacer como si fuera uno nativo.
”¿En serio? ¿alemán? No pareces.”
Exactamente lo que uno quería oír.
”¿Y a dónde vas?”
Inspeccionó mi saco de lona.
”A casa...”, respondí.
Por supuesto que no mencioné que desde hace mucho contaba los días hasta mi vuelo de regreso.
”¿Y tú?”
”Voy a Paramaribo”, respondió.
”¿Vas de vacaciones?”
Para mi sorpresa negó con la cabeza.
”¿Entonces a qué, louco?”
Paul, el contrabandista de Guayana, sonrió por la pregunta estúpida.
”Pues por la misma razón por la que todos viajan por el mundo...”
”¿Cómo es eso? Tú me dijiste que cuidaba animales, no que era contrabandista” le dije a Paul. Pero por razones obvias, el guayano no se rió .
* * * * *
Erik y yo le ayudamos a Paul a llevar sus cosas a la pensión. Papel higiénico, cartones de papas fritas, bolsas llenas de paletas, cassettes (? dos eses?), zapatos de niño. Por ese entonces, en Guyana se traficaba con todo lo que uno pudiera cargar. Al país le habían cancelado los créditos del exterior y en verdad que ya no había nada qué comprar, nada de ropa, de gasolina, juguetes, ni siquiera tenían cerveza o Coca cola. Así las cosas, medio país decidió dedicarse al contrabando. Conseguían unos dólares o Cruzados brasileños para luego cruzar la frontera. Los que tenían parientes en el extranjero, podían darse el lujo de volar a Trinidad o a Barbados: directo, de Georgetown al paraíso caribeño de las mercancías. Claro que los pobres diablos como Paul tenían que hacer un rodeo, volando con Guyana Air a Lethem, en la frontera con Brasil, cruzando el río justo donde se encontraban los límites entre los tres países, siguiendo en bus hasta Boa Vista o Manaus, para regresar cargados de mercancías. Si todo iba bien, se necesitaban dos semanas para el viajecito. Si por el contrario – como ahora – llovía, y las nubes se estancaban en las montañas de Kanuku, entonces las destartaladas avionetas de la Guyana Air no se dejaban ver por días. Era demasiado peligroso aterrizar en las pistas de terracería llenas de charcos. Así, Paul había estado esperando semanas ya para poder conseguir en algún momento un vuelo de regreso. Dos tercios del tiempo lo había pasado en Lethem, lugar que representaba para él todo lo que odiaba. Si bien, tampoco Georgetown era precisamente la metrópolis, pero comparada con ese rancho, el lugar rebosaba de vida.
”Hola, Miss Marple”, dijo Paul llamando a una mujer algo redonda. La dueña de la pensión, que en realidad se llamaba Stewart, realmente tenía algo de esa detective aficionada de Patricia Highsmith y además no parecía molestarle especialmente el apodo. Soltamos pues los cartones y nos sentamos en hamacas en la terraza.
”Traje unos amigos”, añadió.
Pero Miss Marple sólo respondió:
”35 Guyana dollars each.”
Para ser Paul un viejo cliente, era muy poco amable, la señora. Tal vez tenía algo en contra de los negros. Al parecer, los afroguyanos y los de extracción hindú no se llevaban muy bien.
”¿Ése también?”, dijo señalando al guardia del zoológico.
”Sí, él también viene con nosotros”, contestó Paul.
”Entonces tres camas.”
”¡Ojalá y fueran camas !” suspiró Paul.
* * * * *
Los días en Lethem, cuando uno esperaba a que el cielo se abriera, se secara la pista de aterrizaje y apareciera alguna vieja avioneta que liberaría de este agujero en la orilla de la selva a exactamente 46 pasajeros, esos días pasaban uno tras otro de manera monótona. No se dormía bien en esos colchones hechos de costales de arroz, porque la piel se pegaba a la cubierta de plástico del colchón y además (?) la noche traía uno decenas de mosquitos volando encima de la cabeza, a pesar de que las ventanas tenían una malla de protección. Luego del amanecer nos levantábamos con dolor de espalda, nos lavábamos la piel sudada en la ducha, donde iban y venían las cucarachas, y bebíamos a manera de desayuno un té dulzón con Miss Marple.
Poco a poco, la señora nos fue agarrando simpatía. Uno lo notaba en ciertos detalles: le ponía tres cucharadas de azúcar al té o nos ponía en la mesa un pedazo de pan blanco. Una exquisitez. Visto objetivamente, no era de sorprenderse que esta mujer se comportara de manera tan ruda. Después de todo estaba encargada de una pensión en donde pululaban por lo general 20 individuos, casi todos hombres. No le quedaba otra que responder con un silbido indiferente a las quejas diarias referidas a los colchones de sacos de arroz. Ella era parte de esta comunidad forzada, a pesar de los 105 dólares de Guayana al día.
Después del desayuno, que no era tal, nos quedábamos en la terraza, leíamos periódicos de hace dos meses y esperábamos a que transcurriera la mañana, íbamos de paseo al río a ver el único edificio digno de mencionarse en el pueblo, una casa de madera de varios pisos que recordaba las colonias británicas en África, esperando que desaparecieran las nubes de lluvia. Hacia el medio día y con un resto de esperanza, aunque en el fondo debíamos saberlo mejor, nos dirigíamos a la pista de aterrizaje, tomábamos la única comida del día en un puesto del mercado, observando el cielo, mientras Paul comenzaba a coquetear con las cocineras, todas de al menos 80 kilos de peso. Una hora después comenzaba a llover de nuevo. Después de tres días, la monotonía nos trajo profundas depresiones.
”Estoy harto de este rancho”, dijo Paul con un rostro desesperado. Ya conocía cada esquina desde hacía rato, sólo pensaba en Tong, Georgetown, su tierra, y ya no se distraía con las telenovelas brasileñas. Yo también me puse cada vez más nervioso. El sólo mirar las nubes de lluvia me provocaba dolores físicos, cuando respiraba sentía que tenía una loza de metal en el pecho. Me daba miedo pensar que ya nunca pudiera salir de aquí. Tan sólo Erik parecía estar inexplicablemente contento, no obstante que su situación era peor. Tal vez simplemente no entendía lo que pasaba.
Un carácter simple, de alguna manera inquebrantable.
Duró cuatro días contándome su historia, la cual me trastornó completamente. Dijo qué el verano pasado había mandado al diablo la escuela para buscar trabajo cuidando animales, aunque no encontró ninguno.
”¿Y entonces qué hiciste?”
”Llamé a todos los zoológicos.”
”¿Quieres decir a los zoológicos de todo el mundo?”
”Precisamente.”
”¿Y en Paramaribo recibiste una respuesta positiva?”
”Sí.”
”¿E então?”
”Busqué en el mapa en dónde estaba. No fue tan fácil.”
Por lo menos en esa cuestión él tenía razón. Aunque Surinam no es mucho más pequeño que la antigua Alemania Federal, era difícil de encontrar en el mapa, tomando en cuenta las magnitudes geográficas de la mayoría de los países sudamericanos.
”¿Y entonces te pusiste en camino?”
”Así es.”
Su historia me hizo dudar de mí mismo. A fin de cuentas, todo este viajecito servía para demostrarme a mí y a los demás que tipo tan chévere era. Sin embargo, comparado con este ayudante de zoológico que iba a Surinam, yo no era nada. Un debilucho con boleto de regreso. Uno de esos que reservan el paquete Camel Adventure, con alimentos incluidos, y todavía se sienten muy audaces o aventureros.
A los 18, Erik ya estaba harto de su casa, de la escuela y de su padre, un empleado de una compañía de seguros que se la pasaba jodiendo a los que estaban a su alrededor. Decidió, pues, hacerse guardia de un zoológico, cuidador de animales, doctor de elefantes, encargado de alimentar cocodrilos y rinocerontes, o algo por el estilo. Y como en Hannover – lo mismo que en Hamburgo, París, Basilea o Bruselas – no había ninguna vacante, se puso a llamar por teléfono al estilo de: ”disculpe, podría decirme...?” por todo el mundo, recibiendo negativas de Nueva York, de Tokio, Yakarta, de la ciudad de México, Harare y Sidney, hasta que se topó con el zoológico de Paramaribo.
”¿Tendría tal vez una vacante como aprendiz de ayudante de zoológico?”
”¡Por supuesto!”
Por lo que yo sé de Surinam, jamás se me habría ocurrido siquiera que hubiera un zoológico ahí. Y aun así, dudaría que tuvieran poco más que un par de codornices del Amazonas y algún puma desdentado y débil de tan viejo, esperando la muerte en una jaula de 4 metros por lado.
Sin embargo Erik no se cuestionaba para nada esas cosas.
”¿Y de entrada te dieron a ti el empleo?”
”A partir del 16 de Junio. Pensé que podría volar a Nueva York, era el vuelo más barato.”
Añadió el comentario como si fuera el itinerario más normal del mundo.
”¿Así que así no más te la aventaste en bus por Centroamérica?”
”Sí.”
”¿Por El Salvador, Nicaragua y el estrecho de Urabá?”
”Claro, fue muy fácil.”
* * * * *
Después de oír semejante respuesta, para mí no había duda: Este tipo estaba algo mal de la cabeza. La gente como yo primero lo pensaban durante doce meses, planeaban primero la ruta del viaje, se informaban en las embajadas sobre los requisitos de visa, sobre asuntos migratorios, trataban de conseguir algún domicilio, calculaban más o menos cuánto dinero necesitarían. Pero este güero de plano (?) emprendió el viaje con rumbo a occidente así nada más, lo demás ya se vería. Bueno, ni siquiera hablaba español. Qué poca... En el fondo era increíble, era tan cool que rayaba en lo humillante.
Erik aterrizó un día de Septiembre en Nueva York y se tomó su tiempo para el viaje a Centroamérica. Tomó el Greyhound (?)que va por el sureste de la Unión Americana, a Texas, San Antonio, hacia la frontera en El Paso; después vino una semana en la ciudad más grande del mundo, la ciudad de México. Se dirigió a Guatemala pasando por San Cristóbal de las Casas, donde durmió 24 horas al hilo en un hotelucho, conoció a dos escandinavos en Antigua, la ciudad con la proporción más alta de escuelas de español para extranjeros en el mundo. Con ellos pudo hospedarse unas semanas y fumar un chingo de marihuana. Luego continuó su viaje con dirección al Salvador. A más tardar ahí tenía que haber tropezado. Los soldados de la elite, camuflajeados con pintura, y los continuos vuelos de los helicópteros a lo largo de la panamericana eran imposibles de ignorar. Pero Erik no entendía. No vio guerrilleros, escuadrones de la muerte, o al ejército disparando a manifestantes. En vez de eso, se enamoró de una muchacha de los polvorientos suburbios, que le enseñó español y lo invitó a su casa. A la familia, campesinos que emigraron a la ciudad, le cayó bien el gringo, y pronto lo veían como su futuro yerno. Así aprendió, sin sentirlo, el pasado indefinido, ayudando en la tienda de su casi-familia, y se dio cuenta que en realidad no quería casarse. En Diciembre, aun soltero, continuó su viaje hacia su puesto en el zoológico.
Cruzó ignorante la tierra de nadie controlada por los contras, entre la estación de las fronteras de Honduras y Nicaragua. Sin saber nada de las minas a la orilla del camino, sin saber por qué los soldados del lado nicaragüense traían uniformes viejos y cara de preocupación. Después de pasar la noche en estación de la frontera, semidestruída por las balas, sólo le molestó que aquí ya no había buses, sino solamente desvencijadas pick-ups, en las que se amontonaban los pasajeros y que no tenían itinerario fijo.
”Ahí no había más que carencias”, dijo. ”Ni siquiera baterías podían conseguirse en Nicaragua.”
Costa Rica le gustó mucho más. Entre los altos edificios de San José por momentos se sentía uno en los Estados Unidos. Sin embargo después de pasar una semana entre cines y parques, siguió su camino. A mediados de Enero llegó a la ciudad de Panamá, una ciudad colonial de la que habían tomado posesión las compañías comerciales norteamericanas a principios de siglo. En las calles se pagaba en dólares, la población era principalmente negra y el centro histórico recordaba algo a la España colonial. No obstante, Erik apenas notó esa bizarra mezcla. Sólo era un lugar más. En una arena hecha de tablas de madera en la Panamá vieja, Erik vio por primera vez en su vida una pelea de box, perdió unos dólares en una apuesta y lo asaltaron en la playa, pasando la ciudadela. Pero eso tampoco pareció afectarle de manera especial.
Emprendió el viaje por tierra hacia Colombia, el noveno país de su viaje. Por supuesto sin saber que a esa altura, la panamericana no había sido terminada aun, y que por esos caminos abundaban los traficantes de cocaína, los policías corruptos y los guerrilleros desconfiados. Allí en donde todo mundo tomaba el vuelo a Cartagena o Medellín, Erik trató de pedir aventón. Así llegó al último pueblo del camino, consiguió que alguien lo guiara durante dos días a través de la selva virgen, viajó con dos indígenas un trecho a lo largo del río contra la corriente y los últimos 100 Km logró que lo levantara un piloto que una vez a la semana les llevaba provisiones a unos buscadores de oro en la Serranía de Darién. En Turbo, en el noroeste de Colombia, Erik continuó su viaje a lo largo de la costa caribeña. Las plantaciones estaban detenidas por la huelga, la guerrilla ocupaba poblados enteros, los terratenientes de los plantíos comenzaban a ejecutar por docenas a miembros de sindicatos. Pero eso tampoco ocupó la mente de Erik. A él sólo le llamó la atención que la gente era sumamente amable y que hacían fiestas día y noche.
Junto al mar rentó una cabaña y por primera vez, después de cinco meses de viaje, comenzó a anhelar un trabajo fijo. El puesto en el zoológico de Paramaribo había despertado en él una atracción que podía sentir físicamente. Apenas podía esperar a llegar.
”¿Y la Gran Sabana? ¿Cómo eran las colinas?”, preguntaba yo.
Conocía sólo en foto la famosa cordillera en el sur de Venezuela. La carretera en ese lugar aún no estaba asfaltada. Según sabía, el lugar todavía no era transitable. Supuestamente, aún existían indígenas que nunca habían tenido contacto alguno con los blancos.
”¿Cuáles cerros?, preguntó.
En su viaje en el jeep del correo, Erik había ignorado del todo la cordillera.
”Esos cerros que tienen una vegetación única en su especie”, le explicaba. ”Hay hoyos en las rocas que son tan hondos que no se sabe hasta dónde llegan, gusanos que se te meten bajo las uñas de los pies, y cataratas que tienen un kilómetro de altura...”
”Ah, sí es cierto...”
Al menos de las cataratas había oído hablar Erik.
”Pero ahí no había montañas. En serio, ni una sola.”
Con esa mentalidad: sereno, ignorante, sin idea de nada, Erik había llegado a Brasil en Mayo, a Boa Vista, una floreciente ciudad de inmigrantes al norte del Amazonas, para de ahí alcanzar la frontera con Guayana. Desde ahí le quedaban tan sólo 600 Kilómetros de vuelo hasta Paramaribo. Un salto de rana, tomando en cuenta las distancias que había recorrido hasta ahora. Y todavía con buen tiempo, aún le quedaban casi tres semanas para tomar su puesto.
Pero entonces llegó a Lethem y en ese edificio victoriano de madera un servidor público le dijo tras una malla para mosquitos, que necesitaba una visa para este último país.
”Pero yo sólo estoy de paso!”
”Aún así.”
”¿Y dónde consigo esa visa?”
”En la embajada de Guayana.”
”¿Y en dónde está?”
”En Brasil.”
Erik regresó, pues, a Boa Vista, porque esa ciudad era lo único que había visto de Brasil. Si hubiera hablado mejor portugués, habría podido aclarar antes el malentendido. Pero así, anduvo deambulando todo un medio día por las calles de Boa Vista, hasta que un pasante le explicó la situación.
”¿La embajada? Aquí no hay ninguna embajada, cara. Las embajadas están en Brasilia.”
”¿Brasilia?”
”Esa es nuestra capital, cara!”
Tardó un poco en entender.
”¿Y eso en dónde está?”
”Uy! Muy lejos”, dijo.
Y de hecho, entre Erik y la visa se extendían 4,000 kilómetros de selva y planicie, la mayor parte en la región del Amazonas.
”Pero yo voy a Paramaribo.”
”¿ A Paramaribo?”
El peatón nunca había oído hablar de tal ciudad. Pero Erik no se dio por vencido. ”A Surinam, en la Guayana Holandesa. No hay manera de llegar de otra forma allá? ¿Por ejemplo por barco?”
El hombre se encogió de hombros: ”Ni idea!”
”Pero yo tengo que tomar posesión de mi puesto como ayudante de zoológico allá el 16 de Junio.”
”¿En Surinam?” El hombre sonrió. ”Mejor agradeces (?) que estás aquí.”
* * * * *
Yo creo que incluso a Erik le agarró la desesperación por primera vez. Pero cuando nos lo encontramos en Lethem, días después, ya se había sobrepuesto. Era demasiado inocente como para entregarse al pesimismo.
Había tomado la decisión de cruzar la Guayana sin visa. No importaba cómo. Regresó, pues, a la frontera, pasó nuevamente el río dos días antes que nosotros y habló con una funcionaria en Lethem. Resultó un largo monólogo, a lo cual la agente de migración sólo respondía de manera vaga. Se negaba a darle a Erik un sello de entrada. Pero a la pregunta de Erik de si podía arreglar el asunto con los del avión, ella permanecía indiferente. A fin de cuentas, ¿aquí a quién le importaba si el alemán permanecía en Lethem o en Bonfim? A ambos lados del río de 10 metros de ancho las chozas eran igual de feas, a ambos lados se veía el mismo ganado, niños pescando, sapos y mosquitos. ¿Que importancia podía tener aquí la existencia de visas? La cuestión decisiva era si Erik podía continuar su viaje desde Lethem; y en ese caso estaba solamente el avión. En ese sentido, no habría objeción de relegar el asunto del control de la frontera, del río al avión. Que cuente su historia allí.; que llore y repita una y otra vez con cara de convencimiento que Paramaribo era su destino.
”Tiene que entenderme. Es el lugar donde iniciaré mi capacitación.”
”Yes, sir. Yes.”
Así, nuestra comunidad forzosa observaba cada día, sin poder hacer nada, las lluvias que caían sobre Lethem. Nos dábamos cuenta cómo se iba el tiempo. Tiempo que ya no trata uno de detener, sólo cuando se ha renunciado a todo anhelo o esperanza. Quizá en eso Miss Marple nos llevaba ventaja. Ella no tenía ningún deseo. Nosotros en cambio, soñábamos: Erik con su trabajo entre animales tropicales, Paul con las noches llenas de Reggae y cerveza que pasaría con sus amigos en Georgetown, y yo con mi heroico regreso a casa. Escenas de película que cintilaban frente a mis ojos como video clips.
Cómo sufríamos mirando al cielo con cada ruido de motor. Regresábamos a la plaza aérea a inspeccionar la pista de aterrizaje. Preguntábamos qué tan larga era la lista de espera y en qué lugar estábamos, enfatizando sobre todo que era urgentísimo que tomáramos el vuelo.
”Es sumamente importante”, decíamos.
Todos con la misma frase, pero sólo Paul le ponía el menor énfasis. Sus posibilidades de irse en el primer vuelo eran casi cero, pues los criterios de asignación de lugares eran un producto de la injusticia. En realidad se avanzaba en la lista según cuándo hubiera uno llegado, pero los empleados aéreos hacían excepciones. En primer lugar estaba la gente que tenía un vuelo de conexión como yo, luego las amigas y los parientes del jefe administrativo; en tercer lugar estaban los que daban mordida, y finalmente venían los pobres diablos como Paul.
Sin embargo él no se quejaba. Al contrario, cada día preguntaba decentemente por su lugar en la lista al empleado de la única y además mugrosa ventanilla del aeropuerto de Lethem. Y cada vez recibía la misma vaga respuesta:
”Hacemos lo que podemos, Sir.”
Sir – qué burla!
Paul no era más que la escoria para esta gente. Un contrabandista, un sujeto que venía de la zona de la miseria, un muerto de hambre en un país de los muertos de hambre. De los que pasan toda su vida sobre colchones hechos de costales de arroz, gente que siempre ocupaba el último lugar en la lista de espera. Un guayanés olvidado por Dios y el mundo.
En cambio nosotros teníamos el privilegio de poder insistir. Yo les restregaba en la cara el boleto de avión de Air Cubana, con el cual debía abordar un vuelo con destino a la Habana el 21 de Junio. Erik les contaba sobre su trabajo en el zoológico de Paramaribo. En todo momento tratando ambos de hacernos notar como extranjeros, con un acento de lo más insoportable.
”Hacemos lo que podemos, Sir”, decía el tipo de Guyana Air.
”Pues ese es su deber”, respondía. ”Mi visa se va a vencer. Y ya no puedo prolongar mi estancia aquí.”
Que justificación más idiota.
* * * * *
El 10 de Junio, después de 5 días de espera, la lluvia parecía calmarse. El sol brilló un poco a través de la capa de nubes y la tormenta vespertina no llegó. Las montañas de Kanukus se veían sorprendentemente bajas, rodeadas por unos hilos de nubes entretejidas. Alrededor de las tres, una avioneta surgió por primera vez de entre las nubes, mi esperanza comenzaba a tomar forma. Lleno de excitación corrí a la pista de aterrizaje y observé un avión grande y plateado aterrizar ruidosamente en la pista de terracería de Lethem. Eran las 3.15 PM, demasiado tarde para el vuelo de línea. Traía consigo, al principio pensé, a un miembro más a nuestra extraña comunidad.
Era un tipo blanco, un norteamericano del oeste medio, que salió sonriente de la cabina del piloto, con unos lentes para sol, y se prendió un cigarro bajo el débil sol de la tarde. Erik y yo no lo podíamos creer. Un extranjero como nosotros.
”¿Adónde vuelas?” Pregunté.
”A Tong.”
Eso sonaba como el centro del mundo. En ningún otro lugar habría preferido estar. Y de hecho el piloto asintió, cuando le rogamos que nos llevara. Sin perder tiempo, tomé mis cosas, me dirigí hacia el aparato, y justo en el momento que iba a abordar llega corriendo un representante del personal en tierra de la Guyana Air.
”Sir, este es un avión de carga. Éste no lleva pasajeros.”
”Tengo que tomar mi vuelo de conexión.”
”Pero usted está al principio en nuestra lista de espera.”
Así, después de un rato, el avión despegó con cierta dificultad sin nosotros, hasta desaparecer en dirección a las montañas de Kanuku. Allá había, según oímos, poblaciones protestantes, sectas aisladas del mundo, en medio de la nada. Tan sólo de pensar en eso me producía escalofríos. Como a las cuatro regresamos frustrados a la pensión de Miss Marple, presos (?) de profunda desesperación.
Dejé de hablar (?). La gente de Lethem, Paul y Erik incluidos, me parecían competidores, contrincantes por los 46 lugares del próximo avión. El deseo vehemente se transformaba en imágenes insoportables. Del momento en que llegara a casa, de encontrar a los amigos y abrazarlos. Que ya no tuviera que contar los días. Y encontrar por fin la calma en el ocio. Bajar del avión, mirar las calles y percibir algo así como una armonía.
* * * * *
En los tres días siguientes, el cielo permaneció invariablemente gris plomo sobre las chozas de Lethem. La tensión se intensificó. A Erik se le había acabado el dinero, yo le invitaba la comida, aunque por otro lado comenzaba a exasperarme. Hacíamos rendir el aguado café poniéndole azúcar, porque así contenía más carbohidratos, y si el hambre era mucha, negociábamos con las señoras del mercado un repelo (?)
Ya no nos buscábamos. Paul dejó de hablarnos de su futuro, cuando andaría con unos carrazos bien caros y conocería muchas mujeres como muñecas Barbies. Erik se entregaba a sus sueños de Paramaribo y San Salvador, y yo conducía monólogos incoherentes, conversaciones con amigos que volvería a ver apenas en dos semanas. Alucinaciones ante el precipicio.
Sólo hasta el 14 de Junio, dos días antes que Erik tuviera que presentarse a su nuevo puesto, el clima cambió radicalmente. Tras las nubes de niebla se apreciaba un cielo azul esplendoroso y se notaba en el color del sol del medio día que el calor era más seco que en los días anteriores. Paul, para el que todo eso sólo era un poco de vuelta a la normalidad, estaba escéptico junto a la pista de aterrizaje. Sabía que 230 personas abandonarían Lethem antes que él. Pero para Erik y para mí, las probabilidades eran buenas. Nosotros éramos como la nobleza entre los de la lista.
Era el medio día, ardiente calor, cuando la avioneta de pasajeros proveniente de Georgetown aterrizó en la pista de Lethem, depositando desafortunados en este pueblo . Gente que había llegado sudando y sin equipaje en su camino a Brasil para hacerse de mercancías y luego regresar de nuevo aquí.
”Escasez de divisas, créditos del exterior y el FMI”, dije.
Pero Erik no respondió. El sólo veía las codornices del Amazonas, los pumas chimuelos, y las jirafas de Timor que un príncipe de Indonesia había dejado en un viaje oficial.
La inquietud se extendió entre nosotros. Aunque todos sabían que el avión debía despegar primero hacia los Kanukus, para proveer la zona con Biblias y más gente pálida. Hasta después, una hora más tarde, regresaría para llevarse a los pasajeros y toneladas de equipaje.
Yo me paraba de puntas como si de esta manera pudiera ser el primero en avistar el avión, y me informaba una y otra vez con los que estaban cerca, si era seguro que el avión regresaría. Le gente asentía.
”Siempre vuela esa ruta, t’in.”
Erik estaba sentado sobre su saco de lona, con una seguridad en sí mismo incomprensible, descansando la cabeza contra una viga de una construcción sobre pilotes.
”En dos días seré guardia del zoológico”, decía feliz. ”Imagínate!”
Era como si el sueño de su vida se convertiría en realidad, por lo que me abstuve de hacer observaciones escépticas. En el fondo además me importaba un bledo.
”Sí. Georgetown”, respondí.
El océano, el puerto, la lejanía. El mar es siempre como una puerta al mundo. Da la impresión de poder alcanzar otros lugares en línea recta, Europa, por ejemplo. Eso me tranquilizaba. Georgetown.
* * * * *
Cuando el avión volvió a aterrizar, la multitud se abalanzó hacia el aparato. Mujeres de 1.80 de estatura, cargando gigantescos cartones como equipaje de mano. Hombres flacos de origen hindú que eran bruscamente rechazados por el personal en tierra. Tragándose en seco la rabia. Gente que luchaba por la supervivencia, aduladores primero, maldiciendo luego, para volverse de nuevo corteses con el personal, que no permitía más de 18 Kilos de equipaje por persona. Viajeros como nosotros, que estaban un poco al margen y no dejaban de repetir esa frasecita de: ”es verdaderamente urgente que me vaya”, y finalmente en medio los empleados de Guyana Air, furiosos, infinitamente seguros de sí mismos, dueños sobre la vida y la muerte.
Paul se apartó, el miserable, el número 231 de una lista interminable. Por el contrario, Erik y yo nos acercamos al avión. Nos colgamos nuestros sacos de lona, echamos una mirada hacia atrás, a los Kanukus, a los picos rebosantes de selvas, despidiéndonos de nuestros compañeros de Guayana con un gesto conciliatorio y sintiendo una felicidad indescriptible cuando nuestros nombres sonaron; una felicidad que luego se vuelve vergüenza, la de pertenecer a los blancos, a los privilegiados.
”En dos días estaré alimentando elefantes”, repetía Erik.
Realmente tenía ideas extrañas acerca del zoológico de Paramaribo.
Una complicada ceremonia tuvo lugar; después de ser llamados por el personal en tierra, debíamos dar un paso al frente. Luego le preguntaban a uno el nombre de nuevo. Un tipo le rompía a uno un pedazo del boleto, y sólo entonces se podía abordar.
Cinco escalones para estar a bordo. Cinco escalones para dejar para siempre ese nido en la frontera. A los gordos los mandaron hacia delante, para equilibrar la nave con el equipaje. A los flacos, a donde estaban los cartones.
”Podemos dar gracias si no nos estrellamos”, dije.
”¿Por qué?” respondió Erik. ”Si el avión se ve bastante bien.”
Hice una cara de inconvencido pero antes de que pudiera contradecirlo, llegó el momento.
”¿Su boleto?”
Le alargué mi boleto al sobrecargo y mientras rompía una de las hojas del mismo, me pidió, a diferencia de a los demás, mis documentos. Creo que yo me asusté más que Erik. Tal vez porque él no comprendía el peligro, tal vez porque estaba seguro de pasar por nativo, o de poder convencer con su historia al sobrecargo. El empleado inspeccionó mi pasaporte y, aunque ya me había mandado a mi lugar, una vez controlada mi visa, yo me quedé parado esperando en la puerta.
”Agerabeg”, dijo el sobrecargo.
Para ser precisos, el apellido de Erik era Hagenberg. No obstante, éste entendió perfectamente.
”¿Su boleto?”
Con una sonrisa en los labios, Erik mostró su boleto de avión. Igual que a mí, le rompieron una página, luego dijo con felicidad: ”Paramaribo.” Pero justo cuando quería pasar junto al sobrecargo, éste, levantando la mano, le pidió también a Erik el pasaporte. Lo sacó de su bolsa y se lo dio al empleado. Por un momento pareció que este último confundiría uno de los sellos y se daría por satisfecho con ver el documento. Pero entonces puso una cara bastante seria.
”¿Su visa, Sir?”
Erik comenzó a contar su historia, le habló del zoológico en Paramaribo, de los lindos changuitos del Amazonas y de los ruidosos papagayos, de su vocación por esta profesión, y de su amor por los animales; describió todas las penurias que no le importaron, el atravesar los países abatidos por la guerra en Centroamérica, la odisea de cruzar la selva en la frontera entre Panamá y Colombia. Le enseñó su monedero en el pecho, ya casi vacío después de tanto viaje, con la consiguiente imposibilidad de conseguir otra visa. Le extendió laboriosamente el papel en el cual se confirmaba el inicio de sus labores para el 16 de Junio, en sólo dos días. Juró por la vida de todos sus seres queridos, que cruzaría Guayana en un día y medio, “¿que digo?, en un día”, y que su destino dependía de eso.
”My destiny.”
El sobrecargo se limitaba a menear la cabeza enérgicamente.
”Your destiny?”
El empleado aéreo no estaba del todo equivocado. Invocar al propio destino aquí realmente estaba fuera de lugar.
”Sin una visa usted debe abandonar Guayana inmediatamente.” Luego simplemente mandó a Erik a un lado y continuó leyendo su lista.
El futuro empleado del zoológico de Paramaribo continuó con su discurso, y por vez primera lo vi luchar. Repetía las mismas frases, describía luego su caso en cinco variaciones diferentes, se lamentaba, rogaba que lo entendieran, maldecía, y luego otra vez se calmaba y se volvía amable, igual que todos los otros rechazados antes que él, sólo que con más ímpetu. Del otro lado, yo también trataba de convencer al sobrecargo, suavizaba la cosa, cuando Erik se puso demasiado agresivo, busqué un tono neutral, de intermediario. Pero no había nada que hacer. Minutos después, el sobrecargo se dirigió a Erik, olvidando todo el inglés escolar que hasta entonces había mantenido en su verbo. ”Go ‘way, t’in”, dijo, o algo por el estilo. Y de hecho, Erik se volteó en ese momento, para dirigirse lentamente por la pista hacia el edificio.
Por la ventanilla del avión los vi a los dos una vez más. Paul y Erik, sentados cerca de la pista sobre su equipaje, con la cabeza echada hacia atrás, como viendo hacia el cielo. El sueño de Surinam, de los osos hormigueros amazonios, del Caribe misterioso. Quién sabe en qué estarían pensando. El hecho es que ellos se quedaron ahí y nunca supe si algún día habrían abandonado ese lugar. Naturalmente que sentía remordimientos cuando poco después despegó el aparato. Yo era el gringo con los papeles en orden. El tipo con una suerte envidiable, el suertudo. Pero cuando vi pasar bajo el avión esa tierra inhabitada de Guayana, cuando llegué hora y media después a Georgetown y me di cuenta que aquí el océano parecía sólo un charco y la capital no era mucho más grande que Lethem, entonces me concentré de nuevo en mis alucinaciones acerca de mi regreso a casa, saludando a viejos amigos, conversando con mi cepillo de dientes.
Así se desvanecen los dos en la niebla del recuerdo, dos tipos curiosos. Un empleado de zoológico, extraviado, y un guyano muerto de hambre. Figuras al margen, borradas de mi memoria, porque lo único que deseaba era largarme de ahí.